O día 3 de setembro de 1923, só vinte días antes do golpe de Estado de Primo de Rivera que lle arrincou a súa primeira acta de deputado e dous anos despois do Desastre de Annual en plena guerra do Rif, a revista El Socialista (“Órgano del Partido Obrero”), fundada en 1886 por Pablo Iglesias, recollía nas súas páxinas este vehemente artigo de opinión do deputado castroverdense Manuel Cordeiro, natural da Casa do Zapateiro de Riomol, alzando a voz contra a sangría humana e económica que estaba a producir o conflito bélico en Marrocos, texto que sería causa do seu procesamento con data 22 de xuño de 1924, ficando en liberdade provisional.
Sobre a mesma temática relativa á guerra de África, publícase a inconformista colaboración de Miguel de Unamuno titulada “Suicidadores”. Desde o seu retiro montañés, o filósofo da xeración do 98 conclúe: “Que se suicide el reino, señor —y cumplirá en ello con su deber—; pero que no se empeñe en arrastrar a la nación en su suicidio…”.
O mesmo medio socialista farase eco das protestas obreiras contra a intervención militar en Marrocos, incluíndo a crónica intitulada “Contra los deseos del país continuarán las operaciones guerreras en Marruecos. El pacifismo del Gobierno es una farsa. La fatalidad irresponsable y el militarismo pueden estar satisfechos…”.
¡Abajo la guerra!
¡Hay que hacer efectivas las responsabilidades!
Estos son los dos gritos que salen continuamente y con gran emoción del fondo del alma de la inmensa mayoría del pueblo español, dolorido y amargado por las desdichas que esta gran tragedia ocasiona, que consume a diario su dinero y su sangre.
La protesta empezó el año 1909, cuando Maura lanzó al país a la guerra pretextando que sólo se trataba de una simple operación de policía, como si fuera un paseo después de la comida y volver a dormir a casa. Y desde enton-ces acá no se ha podido atender una sola necesidad del país; no se ha po-dido resolver ni uno solo de sus apre-miantes problemas: toda la atención está pendiente de África, y los recursos del país fueron a consumirse más allá del Estrecho, en donde se han enrique-cido algunos particulares a cuenta del general empobrecimiento del país. La Hacienda nacional se arruina, va camino de la quiebra; pero no es ésta la mayor desgracia del país. Podía darse por bien gastado ese dinero siempre que fuera invertido en desarrollar la cultura nacional; poner en función, para dar trabajo a las clases que lo necesitan, las enormes riquezas naturales que hay abandonadas en nuestro territorio. Así el quebranto sufrido en los recursos del Tesoro no tendría importancia, porque el país tendría plétora de existencias, de vida, y estaría en condiciones de potencialidad económica para reponerle. Los TRESCIENTOS MIL MILLONES derrochados en África, sin un maravedí de ingresos, gastados en nuestro suelo, ¿cuánta riqueza no aumentarían? Con esta riqueza, ¿cuánto bienestar no se conseguiría para el pueblo español? Y todo ello produciría alegría, satisfacción, gozo, placer en la masa ciudadana, aumentando su vigor físico y moral.
No se ha hecho esto; pero, sin em-bargo, van sacrificadas en África más de CINCUENTA MIL vidas de jóvenes españoles. Que también es riqueza per-dida. ¡Hay que ver el dolor que esto representa, más de CINCUENTA MIL madres que han perdido allí sus hijos, que tocan sus cabezas con pañuelo negro, llorando con amargura el dolor sufrido con la trágica noticia de su muerte. ¿Hay alguien capaz de calcular el decaimiento espiritual que esta enorme catástrofe produce en el senti-miento nacional? Poned este cuadro de dolor al lado del otro, de placer, que con las energías económicas y físicas gastadas en África estérilmente se podía haber hecho invirtiéndolas aquí, en el país, y tendréis ante vosotros toda la magnitud del crimen que la Mo-narquía española está cometiendo con el pueblo.
Si estas CINCUENTA MIL madres acu-dieran ante el Trono para pedirle cuen-tas de su responsabilidad por haberlas quitado para siempre a sus hijos, cria-dos con muchos sacrificios, ¿qué se les respondería? “No es el rey, se les diría, quien mandó vuestros hijos a la guerra; no fué por el rey por quien perdieron la vida: fue por la patria, que exigió su sacrificio”.
¡La patria! ¿Qué es la patria?, podrían interrogar las madres inocentes que no les han enseñado a leer ni a escribir para que pudieran comprender la razón o sinrazón del sacrificio de sus hijos.
La patria es España, este suelo her-moso que, fecundado por tu trabajo, te da de comer, respondería el Poder.
Aparte —podrían replicar estas ma-dres en su inmensa mayoría— de que nosotras vivimos de nuestro trabajo, que no tenemos ni un solo trozo de tierra en el suelo español en donde trabajar y descansar un momento, ¿qué beneficios produjo a España el sacrificio de nuestros hijos?
¡Ah! Muchos, inmensos, contestarían. Han muerto por la civilización, por el prestigio de España, para acrecentar su poder ante las demás potencias.
Pero si el país, después de muertos nuestros hijos, es más pobre, más in-culto, lo que se traduce en menos po-der y por tanto menos influencia internacional, ¿dónde, dónde están los beneficios del sacrificio en dinero y en vidas perdidas? Y si hay beneficios, a ver quien los goza, porque a nosotras no ha llegado más que el dolor.
El Trono aún podría contestar: No estáis en condiciones de poder apreciar vosotras, por vuestra ignorancia, esos beneficios. No es la fortaleza material la que engrandece a los pueblos; es la del espíritu, su valor, el arrojo de sus soldados.
¿Que no estamos nosotras en condiciones de ilustración para juzgar? ¿Y quién tiene la culpa? ¿Por qué no nos habéis enseñado? No tendremos cultura, pero tenemos instinto, corazón de madres, y nos basta.
Donde no hay riqueza material no puede haberla para el espíritu. El ham-bre no fortalece, aniquila. Para que un pueblo pueda ser fuerte ha de tener bien satisfechas todas sus necesidades materiales y espirituales. Sólo el bienestar económico produce placer, alegría. Si no tenemos resueltos los problemas más apremiantes de nuestro país, ¿cómo os lanzáis a aventuras lo-cas, que aumentan nuestro dolor y nuestro sufrimiento y nuestra miseria?
¿Decís que la patria sacrificó a nues-tros hijos? Pues decidnos en qué mo-mento el país, su representación parla-mentaria, acordó declarar la guerra a los moros. A ver cuándo se tomó ese acuerdo.
No hace falta. Soy yo y mi Gobierno quien dispone: el pueblo no entiende la complejidad de estos problemas. Su ignorancia no le permite ver claro, penetrar en el fondo de los enredos de la diplomacia secreta.
¿De modo que vosotros disponéis de nuestros intereses y de nuestros hijos sin nuestra autorización, y contra nues-tra voluntad y la suya los mandáis a morir en la flor de su vida y cuándo más falta nos hacen? Y por toda razón que justifique el hecho nos decís que podéis hacerlo y nos llamáis ignorantes.
¡Es la patria! ¡El honor nacional! ¡La civilización! ¡Los prestigios de España ante el mundo! ¡Nuestros derechos históricos!
He ahí toda la respuesta que nuestros patriotas pueden dar a las madres que han perdido y van a perder sus hijos en África. Pero las madres no se dejan convencer y hacen bien.
Nosotros podemos afirmar que en todo el país y en todas las clases socia-les hay un gran ambiente contra la gue-rra. La protesta empezó el año 1909, culminando en la semana trágica de Barcelona, en las grandes ciudades, que vieron claro el problema, pero hoy hasta en la última aldea se protesta contra la guerra. En los pueblos y en las aldeas, la primera pregunta que se nos hace es: “¿Cuándo se va a acabar esa maldita guerra de Marruecos, que nos está arruinando? ¿Cuándo van a ser castigados los ministros responsa-bles de las víctimas que ha habido en África? Si los culpables hubieran sido hombres del pueblo —añaden—, infeli-ces sin influencia, ya estarían condena-dos y en presidio; pero… como son personalidades elevadas y las víctimas son pobres gentes, por eso se tarda tanto en resolver.”
En los mítines, cuando se tocan los temas guerra de África y responsabilidades, una profunda emo-ción se apodera de la concurrencia: “De eso, de eso hay que hablar mucho; a ver cuándo se acaba la guerra y cuándo se hace justicia.” Éste es el sentimiento y la opinión del pueblo.
La Monarquía encendió esta guerra para entretener y sostener un ejército superior a nuestras posibilidades econó-micas, por si llegaban momentos difíci-les para ella poder volverlo contra el pueblo. Los primeros pasos de la juven-tud de la clase rica y de la clase media fueron dirigidos hacia esta carrera, fácil y de gran porvenir; pero ahora que nos amenaza la ruina y se encuentran sin posibilidad de desarrollar su vida se llaman a engaño y ponen en peligro las instituciones. Hoy el temor de la Monarquía es precisamente ése: que los que ella educó para que la defendie-ran sean por ambiciones, no por ideales, quienes la maten. Y la guerra de África, que es la ruina material de España, se sostiene nada más que por no declarar a la Monarquía fracasada y por no sa-ber dónde colocar a los militares que sobran.
Hay que exigir responsabilidad, más que a nadie, a la Monarquía; hay que insistir en obligar a los Gobiernos a abandonar Marruecos. O se abandona Marruecos, o España se disuelve.
Que Alfonso XIII sea el último borbón que domine en España, ¿qué importa? Esta sería, además, nuestra satisfacción. Siendo socialistas hemos de ser encarnizados enemigos de la Monarquía. Que se hunda la Monarquía en medio del ridículo y las risotadas de las gentes de buen humor nos tiene completa-mente sin cuidado; pero que se lleve tras de sí en la catástrofe la vida del país, dejándole impotente para poder caminar, es cosa muy seria y que no debe aguantar el pueblo español.
La burguesía española, timorata, avara, ciega, no tiene valor para hacer una gran revolución política de carácter nacional que le permitiera desarrollar mejor sus propios intereses y como las cosas sigan como hasta aquí mucho tiempo es probable que cada región se proclame República independiente, luchando contra el Poder actual. Y acaso ésta fuera una solución para aca-bar de una vez con este Estado centralizado, que ni hace ni deja hacer nada.
Por la salud del país urge pronto aca-bar con la guerra. No es un grito mera-mente sentimental el del pueblo pi-diendo el abandono de Marruecos: es el conocimiento exacto de la tragedia pre-sente y la visión clara de lo futuro.
El país, para salvarse y ser fuerte, no necesita para nada de Marruecos; lo que necesita es reconstituirse, fortale-cerse interiormente, poder alimentarse física e intelectualmente. Mientras dure la sangría de África no lo podrá hacer.
“¡Abajo la guerra!”, grita el pueblo. “¡Que se abandone Marruecos!”, repite. El gobierno debe obedecer su voluntad.
Manuel CORDERO